Cuando nos sentamos a meditar, poco a poco vamos dejando caer lo que traemos: la agitación de un largo día; nuestras ocupaciones profesionales o domésticas; diferentes pantallas y aplicaciones; relaciones… 

Al sentarnos a meditar, somos como un árbol que -en esta época del año europeo, el otoño- va dejando caer sus hojas. 

Buscamos esa misma desnudez; buscamos la esencia… 

Dejamos caer la apariencia. 

Dejamos caer todo lo que puede haber en nuestro entrecejo, y que aparece como la experiencia de una tensión. 

Soltamos todo lo que pueda estar tensionando nuestro entrecejo, nuestra frente, nuestro cuero cabelludo, nuestra nuca… 

Aflojamos toda tensión en los huesos del cráneo, y dejamos que nuestra masa encefálica flote, libre, ligera…

Soltamos también nuestros globos oculares, y toda voluntad de mirar. 

Nuestros globos oculares se vuelven blandos, y flotan en sus cuencas… 

Nuestros párpados caen, sin fuerza. 

Soltamos -como si de una hoja seca se tratara-, todo lo que puede haber en nuestra lengua: toda voluntad de decir, de hablar, de comentar, de articular… 

La raíz de la lengua, la glotis, la garganta… todo pierde peso.

Lo mismo en nuestros hombros: dejamos caer… dejamos de cargar… 

El árbol no retiene sus hojas muertas. No se apega a ellas. 

No nos apeguemos -nosotros- a nuestros discursos, a nuestras narrativas, a nuestro personaje… 

Aprovechemos este tiempo que nos regalamos, para quedarnos en el hueso. 

En el budismo zen -para explicar la actitud que adoptamos para meditar- se suele decir que nuestra columna vertebral es como el bastón que un viajero anónimo clavó en el suelo. Todo el resto de nuestro cuerpo -músculos, piel, tendones…- sería como un trapo, que otro viajero que pasó por allí colgó en ese bastón. 

En este cuerpo nuestro -que permanece sentado- no hay ninguna historia. 

Dejamos caer todas nuestras historias, como el árbol deja caer sus hojas. 

Imaginemos que somos un árbol, despojado de todas sus hojas. 

Imaginemos que a nuestro alrededor, llevadas por el viento, están todas las hojas referidas a nuestra infancia… todo lo referido a nuestra familia… todo lo referido a nuestros amores… a nuestros amigos… a nuestros estudios… a nuestros hobbies… a nuestros trabajos… 

Todo vuela con el viento. 

No aferramos nada. 

Nos quedamos en el hueso, desnudos, sin historia, en la médula. 

No hay ninguna hoja que nos represente un peso, una incomodidad, una rémora, una opresión, un bloqueo… 

Y, sin embargo, como el árbol en otoño, despojado de sus hojas, nos sentimos plenamente vivos, plenamente presentes, íntegros, pura esencia, sin apariencia. 

Permitamos, a cada una de nuestras células, el disfrute que nos produce simplemente ser quien somos, aquí y ahora, despojados de toda máscara, de todo disfraz. 

Disfrutemos de esa ligereza, de esa firmeza, de ese silencio, de esa paz, y de la plenitud de la desnudez, del despojamiento, del vacío.

En otoño, el árbol deja de vivir para la mirada de los demás: se despoja de todos sus atractivos para dedicarse un tiempo de intimidad, de recogimiento. 

En otoño, el árbol nos está indicando que es tiempo de “soltar”, de dejar ir. 

Preguntémonos: ¿qué es eso que ya está muerto en mi vida, pero sigo aferrando?

¿Qué es lo que necesito soltar, para entrar en intimidad con mi fuerza vital, con mi esencia, con mi savia?

Cuando pensamos en soltar, solemos referirnos a objetos, a relaciones, a ocupaciones, a ciertos hábitos… 

Todos esos objetos, esas relaciones, esos hábitos, esos lugares, esos trabajos… son, en realidad, manifestaciones de mi ego, de quien yo creo ser. 

No estoy apegado a un objeto, sino a la ilusoria identidad de “propietario de ese objeto”. 

Las hojas secas del árbol representan esos aspectos ya muertos de nuestro ego, de nuestra falsa identidad. Es esa apariencia, es eso que parece ser yo lo que necesito soltar, para encontrarme con mi verdadera naturaleza, con quien de verdad soy, con mi esencia. 

El árbol no es menos árbol en otoño.

El árbol no es más árbol en primavera. 

Nos sentamos a meditar, inspirados por la actitud del árbol, en otoño, para experimentar el desapego, la desnudez.

Nuestro ego volverá a brotar. Son ciclos. 

Nuestra vitalidad también se expresa en el nacimiento de nuevas hojas, en el crecimiento de nuevas ramas, en la generación de una nueva apariencia, de una nueva ilusión. 

El árbol necesita por igual despojarse de sus hojas muertas, brotar en primavera y renacer, darse una nueva apariencia. 

Ni la frondosidad ni la desnudez son permanentes. 

La ilusión de un YO vuelve a nacer en nosotros, para que volvamos a soltarla. 

Como al árbol, la vida nos ofrece muchas vidas, muchas apariencias, diferentes narrativas. Sólo permanece la esencia. 

El árbol, a veces parece un pequeño arbolito joven. Años después, parece un robusto árbol maduro. Es el mismo árbol. 

En el budismo zen, los monjes -periódica y ceremoniosamente- se afeitan la cabeza. Es para recordar que la ilusión del ego vuelve a crecer, como el pelo. 

Cada tanto necesitamos volver a cortarlo. No basta con afeitarse la cabeza una vez. 

La ilusión vuelve a crecer, vuelve a brotar. La apariencia vuelve a reverdecer. 

Siempre estamos volviendo a empezar. 

Siempre estamos respirando por primera vez. 

En la experiencia humana nada es permanente. 

Practicar meditación es la práctica consciente de “dejar ir”, de “dejar caer”. 

Dejar caer nuestra falsa identidad. 

Dejar caer nuestra máscara. 

Quedarnos, pura y exclusivamente, en lo que es. 

Sin apariencia. 

Pura esencia.