Siempre digo que hago “como si” yo cuidara del jardín, cuando en realidad lo que ocurre es que… el jardín me cuida a mí. 

“Parece” que me ocupo de la salud de las plantas, pero son las plantas quienes, permanentemente, a través de su simple presencia, mejoran mi salud. 

Se diría que, por un mero afán estético, busco que el jardín sea bello, y que en él reine la armonía de las formas y de los colores: sin embargo, es su natural belleza y su espontánea armonía quienes –merced a una generosidad sin límite- impactan cada día en mi alma con su infinita carga de alegría y de luz.

Ayer, cuando ya había bajado el sol – y con la excusa de regar unas salvias que había plantado por la mañana- fui a refrescar con la manguera mi ánimo un poco decaído. 

Después, ya algo más contento, me senté un rato junto a la piedra. 

“Ya llega agosto, dije. Es un año extraño: por culpa de la pandemia, nada es como siempre. Mi hijo no ha podido ir a las colonias, hace meses que estoy trabajando exclusivamente a través de la pantalla del ordenador… Todo es diferente.”

“Sí, como cada año”, dijo la piedra. 

“Pero… este año todo es distinto, por el Covid”, insistí.

“Como cada año”, repitió.

“Yo siento que nada es igual.”

“Y es verdad: nada es igual. Como cada año.”

“Pero… es un hecho: todo está alterado. No llego agotado a agosto, no tengo ni idea de lo que ocurrirá en septiembre, la incertidumbre cubre nuestras vidas como un manto oscuro…”

“Como cada año”, me interrumpió la piedra, cortando de cuajo esa rama de dramatismo que había empezado a crecer en mi discurso. 

“¿Qué me estás queriendo decir?”

No es la primera vez que la piedra, a mis preguntas, las contesta con otra pregunta:

“¿Qué necesidad tienes de comparar lo de hoy con lo del año pasado, o con lo que sería ideal para ti? 

“Pues… no sé. Ninguna.”

“Este año toca vivir el presente, y nada más que el presente. Como cada año.”