Ayer, la piedra de mi jardín y yo estuvimos hablando del rebrote de la pandemia, de los numerosos contagios que se están produciendo en fiestas y reuniones familiares. 

“Es una pena –dije en cierto momento de la conversación-: muchas personas ya no podrán celebrar sus cumpleaños y bodas, culpa del virus”. 

“Siempre es posible celebrar”, afirmó la piedra, con su estilo… lapidario.

“¡No, no…! Las autoridades sanitarias aconsejan suspender toda celebración, porque las estadísticas indican que…”.

“Tú estás hablando de reuniones –me interrumpió-. Eso es otra cosa. La única celebración real es la celebración de la existencia”, dijo. 

“No sé si te entiendo”. 

“Celebración es sinónimo de ‘don’, de ‘entrega’ de sí al universo desde un corazón silencioso, sin ruido mental. Presencia”. 

“Pero… las estadísticas indican que…”.

“Puedes celebrar el despertar por la mañana, el comer una manzana, el cruzarte con una persona en el ascensor”, me explicó, nada dispuesta a escuchar mis argumentos. 

“Celebrando el instante presente –dijo-, celebras también lo que ese instante te trae como experiencia: por ejemplo, la pandemia y sus efectos. 

Puedes celebrar, también, las emociones que vas viviendo a lo largo del día: celebración del miedo, de la alegría, de la vergüenza o de la culpa”.  

“¿Quieres decir que, según tú, celebración no es reunirse a comer, beber y bailar, sino…?

“Celebración es presencia y atención –afirmó, contundente-. Hay celebración cuando no participa la mente. Hay celebración en el silencio del corazón. La atención es celebración. La creatividad es una forma de celebración, de plenitud en el instante. De allí procede la paz y la sonrisa”. 

“La sonrisa…”

“Sí, celebrar no es reír a carcajadas: la sonrisa interior te lleva hacia una cierta paz, el acallamiento de la mente, el silencio del corazón”.