La silla de esperar es, también, la silla de “simplemente contemplar”.
Compruebo que- gracias a la debilidad general de mi organismo, gracias a la “rendición” que me provoca la anemia post Covid19- paso horas y horas instalado en una conciencia flotante, sin objeto, francamente abierta a lo que aparece.
Es una conciencia que no “busca” nada, que no “mira” nada, y que -seguramente por eso, porque no busca ni mira nada en particular- de pronto… ve.
Hace un momento -mientras mis ojos vagaban por la lluvia que enmarca la ventana de mi habitación- esa conciencia vio que el Covid19, con su incierto y complejo perfil apocalíptico, es en realidad una llave, una clave, un password.
Esa llave –para darle cierta atmósfera de leyenda, también ésta parece que nos llega de Oriente- de pronto a abierto de par en par la celda blindada donde cada uno de nosotros mantenía confinada a su vulnerabilidad.
Se han invertido los factores: los confinados, ahora, somos nosotros.
Y la vulnerabilidad -que nos habita siempre, pero nos cuesta reconocer, aceptar y encarnar- lo inunda todo, se pasea libremente por las calles, las playas, los parques…
Pero como la silla de esperar siempre regala visiones del Todo, fue imposible no ver que en esa misma celda blindada -abierta con insospechada violencia por el Covid19- es asimismo donde reside esa fuente de energía amorosa a la que también solemos mantener confinada: nuestro corazón bondadoso.
Sí, vi que la vivencia trágica, intensa, conmovedora de la pandemia, es en realidad una llamada a nuestro corazón.
Y lo necesitamos, tal vez más que a las mascarillas, los guantes y las vacunas.
En estos momentos tan difíciles –sea para seguir viviendo, para morir, o para ver morir a otros- necesitamos conectarnos con la fuente esencial de nuestro ser, que es también fuente de amor, compasión y empatía.