Desde que he “empezado a salir” del Coronavirus –aunque las analíticas digan que el Coronavirus todavía no salió de mí-, varios familiares y amigos me han enviado generosos mensajes de apoyo, reconfortantes deseos de pronta recuperación, y también una pregunta que yo mismo –por muy bien fundadas razones que ya explicaré- había evitado cuidadosamente hacerme: 

“¿Qué fue lo más duro que viviste, anímica, emocionalmente, a causa de la infección por Coronavirus… la soledad… el miedo… la incertidumbre… qué fue lo peor?”

Puesto que me lo preguntaban, ya no podía seguir evitando enfrentarme a eso; así que con el propósito de dar una respuesta cabal, me senté un rato en la que, durante esta larga enfermedad, he bautizado como “la silla de esperar”.  

Aclaro que no se trata de una silla física, dotada de una estructura material fabricada por alguien y que ocupa lugar en el espacio. Es un objeto mental, que me he inventado para instalarme a esperar que baje la fiebre; que el virus cumpla su ciclo; que llegue un taxi solicitado hace tres horas porque son las dos de la mañana y necesito ir a las urgencias del hospital; que un médico devuelva mi llamada; que Sanitas autorice las analíticas pedidas hace un montón de días; que la taquicardia se calme; que la enfermera venga a quitarme la vía; que el hematocrito suba; que la tensión arterial baje; que las fuerzas regresen a mi organismo; que la sangre del donante anónimo pase a mis venas… 

Si algo no me ha faltado, en estos últimos meses, fue motivo para esperar: era pues fundamental dotarse de una buena silla. 

En mi mente, la “silla de esperar” tiene la forma y el color de mi zafu, mi cojín de meditación zen, el lugar donde a lo largo de muchos años he aprendido a “esperar sin esperar, para no desesperar”. 

Entonces, como digo, con vistas a responder la pregunta de mis amigos me senté un rato a meditar. La pandemia, entre otras muchas cosas, nos ha cambiado la percepción del tiempo. Antes de la Covid 19 “un rato” podía durarme diez o quince minutos, como mucho… una hora. Mi “rato” promedio –ahora, post Covid 19- es de tres semanas. 

Así que he dejado pasar unas tres semanas –tal vez un mes- antes de intentar ver claro qué fue lo más duro, “lo peor” que viví, anímica, emocionalmente, a causa de la infección por Coronavirus.

Lo peor -he llegado a la evidencia- fue constatar de manera irrefutable que una cosa tan banal y extendida como la infección por Covid 19, algo tan universal como la posibilidad de enfermar, algo tan humano como morir a causa de una pandemia… me pudiera pasar “a mí”. 

¡A mí!

Verme en la obligación de reconocer y admitir “eso”, aceptar la terrible verdad que implica saberse “uno más”, un mortal más, uno como todos… me supuso el profundo desgarro de tener que “aceptar lo inaceptable”. 

Eso -saberme “uno más”, uno como todos- fue, sin duda, lo peor.

Ese sentimiento -mezcla de incredulidad, frustración, derrota, humillación, tristeza, desnudez, vergüenza, soledad, desamparo e irrefrenable caída en el abismo- no se puede comparar a nada. 

Ese fue el golpe más duro y profundo: y ya no necesito explicar porqué había evitado cuidadosamente y durante tantos días hacerme la maldita pregunta, que mis queridos amigos sí me hicieron.

A lo peor que la enfermedad me ha sometido, es a verme en la inevitabilidad de reconocer y aceptar que soy… uno más. 

Esa constatación de ser uno más –y juro que los últimos meses han sido pródigos en tal tipo de constatación- me sacó a patadas y coscorrones, sin delicadeza o cortesía algunas, de la ilusión de la diferencia, de la rareza, de la importancia personal. Me despertó brutalmente  – aunque sea por un rato, estoy seguro de que ese despertar no dura mucho tiempo- del sueño infantil, de la estúpida y más o menos disimulada pretensión de “ser especial”. 

La Covid 19 me ha mostrado, con gran despliegue de luz y sonido (de ambulancia), que es “eso” –el ser uno más- lo que en el fondo –como cualquier hijo de vecino, en realidad… como todos- rechazo sistemáticamente y con encarnizamiento en la llamada “vida normal”, en la existencia sin pandemia. 

La enfermedad me ha revelado hasta qué punto a “eso” le digo, sin darme cuenta, sistemáticamente “no”; y que es precisamente esa negación, ese rechazo, lo que – cuando todo va bien- me hace sentir mal. 

Podría decir, entonces, que la Covid 19 fue un potente haz de luz que vino a mostrarme que “eso” –ser uno más- es, lisa y llanamente, lo “inaceptable a aceptar”, de instante en instante. 

Porque –lo he visto muy claro-, no aceptarlo es lo que nos hace decepcionar de la vida que encarnamos; lo que en muchos momentos nos lleva a querer renunciar a ella (depresión, conductas y hábitos autodestructivos, adicciones…); lo que nos expone a la frustración y la rabia callada, vuelta contra nosotros mismo; el lento y mal disimulado bajarse del tren en marcha de la vida; el paulatino ir apagando las luces en nuestro interior.

Aún me quedan destellos, esquirlas de la conciencia de no ser especial, de ser uno más; (como pasa con la inmunidad al Coronavirus, nadie sabe decirme durante cuánto tiempo permaneceré inmune a la ilusión de creerme especial).  

Pero soy plenamente consciente, en cambio, de  que no estoy hablando de algo exclusivo mío: es propio del género humano. Esa ilusión está en mí, justamente porque soy un humano más, porque soy como todos.

En el célebre ensayo que le valió el premio Pulitzer en los ’70, y que Kairós publicó en España, Ernst Becker argumenta que el sentirse único o especial tiene como objetivo último excluirse, ponerse a salvo de lo más común a todos los humanos: la finitud. No reconocerse y no aceptar ser “como todos” equivale a rechazar la vida tal como es, a negar la muerte. Es vivir “como si” no fuéramos humanos perfectamente mortales. La gran vacuna contra la angustia existencial, vamos.

Mi experiencia reciente con el Coronavirus, el encuentro con la finitud encarnada, la demostración práctica de que puedo enfermar como cualquiera, de que puedo morir “como cualquiera”, de que esas cosas me pueden pasar “también a mí”… echaron por tierra –al menos por un momento- mi bien alimentada y defendida ilusión de ser especial. 

Aceptar que uno mismo es –pese a su infinita singularidad- “uno más”, implica, al menos durante un segundo, vivir rendido a la plena conciencia de la propia finitud. 

Bajo esa luz reveladora y cegadora, todo el discurso existencial fundado en la inconsciente negación de la muerte, en vivir “como si” uno no fuera un mortal más, se desmigaja y desintegra. 

El andamiaje que hasta ese momento soportaba y sostenía la estructura del “pequeño yo psicológico” (el que se cree de otra especie, raro, distinto, inmortal, diferente al “yo” de los demás), pierde pie. 

Ahí, en ese momento, toca… “aceptar lo inaceptable”. Y es lo que me pasó.

Pero, puesto que quiero responder honestamente a mis amigos, debo contarlo todo: cuando, ante la evidencia, tuve que rendirme y  aceptar lo que mi mente considera inaceptable, me embargó un indescriptible sentimiento de paz, plenitud, unidad y libertad. Éxtasis. 

Sentí que me liberaba, por un instante, de la tiranía de la mente, patria y matria de mi pequeño yo psicológico. 

De pronto, me pude relajar, y mirar la vida –la vida que late en mí- a los ojos, tal como es. 

Ahora mismo, al evocar aquel momento, no soy capaz de imaginar una práctica espiritual más potente: aceptar lo inaceptable.

He comprobado que –gracias a esa plena aceptación- liberamos a nuestro Ser de su opresiva experiencia del miedo, y le abrimos la vía del amor, que indefectiblemente nos lleva al reencuentro con nosotros mismos, con quien de verdad cada uno de nosotros es.

La “silla de esperar” me ofreció la respuesta que buscaba para la pregunta de mis amigos, y que yo tanto había evitado: del Coronavirus, lo peor, fue lo mejor.