Antonio, de Barcelona, nos cuenta que ha perdido a su novia en un accidente de coche. Menciona un profundo sentimiento de pérdida de sentido, y su dificultad de aceptar lo ocurrido. Antonio pregunta: ¿cómo mantener la paz y cómo aceptar nuestras emociones más difíciles y dolorosas?
Antonio nos habla de su resistencia a aceptar la vida tal como es.
Los accidentes -y los traumas que son su consecuencia- forman parte de la vida; ha ocurrido algo tan inesperado, trágico e indeseado que a él le genera un sentimiento de falta de sentido. Tal pérdida del sentido es lo propio del shock post traumático, porque… ¿cómo integrar a ese accidente en una narración lógica de su vida, si en instantes le ha hecho estallar su realidad y ya nada será como antes? Es algo que no encuentra su lugar en esa narrativa.
Insisto: eso es lo propio del trauma, de los acontecimientos traumáticos. Un accidente trágico en el que muere una persona querida, evidentemente es una secuencias que no encuentran fácilmente su lugar en una narrativa lógica. A partir de ese momento, se empieza a buscar el lugar donde la secuencia pueda “encajar”, de manera que vuelva el sentido a la vida.
El camino que los seres humanos necesitamos recorrer para poder integrar en nuestra conciencia esos acontecimientos tan dolorosos se denomina “proceso de duelo” o luto. Y, el primer paso en ese doloroso recorrido, es la comunicación con otros seres humanos. Necesitamos hablar. Necesitamos que del otro lado haya un corazón compasivo que nos escuche, sin juzgar nuestro dolor. Tal es la función del velatorio y otros rituales de despedida.
Seguramente Antonio está pasando por las etapas de ese proceso; no nos dice cuándo ocurrió el desgraciado accidente, pero seguramente no ha sido hace demasiado tiempo. Y, desde que ocurrió, está pasando por una inevitable serie de sentimientos y de emociones muy dolorosos. El sentimiento de pérdida viene acompañado de una emoción: la tristeza. Pero no solo. Otras emociones se hacen presentes: la rabia, la frustración de perder a un ser querido, y luego, también, la culpa. La culpa de seguir vivo cuando el ser querido ha muerto…. Son todos sentimientos que hacen parte del denominado “proceso del duelo”, esa necesaria “digestión psíquica” que es preciso atravesar.
El elemento clave que culmina este proceso del duelo es, sin duda, el que mencionamos al principio: la aceptación. Sin la aceptación es muy difícil poder conseguir ese punto de paz que Antonio está reclamando para sí.
¿La aceptación de qué, en este caso? ¿A qué se está oponiendo, se está resistiendo o no está admitiendo?
Obviamante se trata de lo que llamamos la finitud, una de las limitaciones existenciales de todo individuo humano. Los seres humanos experimentamos limitaciones. Algunas son de carácter físico; por ejemplo: no podemos volar. Otras son de carácter fisiológico; por ejemplo: no podemos pasar días y días en el calor sin beber agua. Son limitaciones, no son problemas. Son expresiones de nuestra condición humana. Tenemos como condición la necesidad de beber agua, o la imposibilidad de volar como un pájaro.
De la misma manera, en otro plano, tenemos limitaciones llamadas “existenciales”. Y todo el tiempo estamos experimentándolas, no porque haya un problema, sino porque somos seres humanos.
La finitud se nos puede presentar de infinitas maneras. Por ejemplo: bajo la forma de un zapato que me gusta mucho, se rompió, y ya no lo puedo usar. En tal caso, tengo que afrontar la finitud de las cosas. Otras veces, claro, la finitud se presenta de manera mucho más dolorosa, como puede ser la pérdida de un ser querido, la pérdida de un trabajo, la pérdida de una relación.
Aunque la gravedad varíe, todos son casos en los que vivimos el final de algo. De pronto, se nos vuelve real que todo lo que ha comenzado llega indefectiblemente a su final. Se nos revela esa ley. Tal es la particularidad de la experiencia humana, que se despliega en el plano de lo relativo: todo en algún momento empieza, y en algún momento termina.
Son, en última instancia, momentos de preparación para confrontarnos a nuestra propia finitud de individuos. Nos preparamos para morir. Desde que nacemos nos estamos poniendo delante de situaciones de finitud. El mismo nacimiento es, también, el primer final de algo: el período de gestación en el vientre materno muere, y da paso a lo que resta de la vida.
No recuerdo quién afirmó que “aprender a morir es la mejor manera de aprender a vivir”.
Lo cierto es que ante toda situación de finitud tenemos que dar una respuesta, que puede ser de dos tipos: angustiosa y depresiva, o revitalizante. Puedo ir hacia abajo, deprimiéndome; o hacia arriba, mediante una respuesta revitalizante.
En el caso de Antonio, una respuesta revitalizadora sería relanzarse hacia la vida, de manera que su vida vuelva a tener sentido para él; que vuelva a tener ganas de vivir, pese a esa pérdida, tras haberla digerido.
Para ello, es preciso contar con una base, con una plataforma desde la cual saltar hacia la vida, ir hacia más vida. ¿Cómo se llama esa plataforma? ¿Cómo se llama esa base? Pues se llama “aceptación”.
La aceptación es ese lugar que nos permite relanzarnos hacia la vida, ir hacia más vida. Sin ella es muy difícil, sino imposible, encontrar esa energía que quiere ir hacia más vida, hacia otras experiencias.
Concretamente, en el caso de Antonio, y como él bien lo dice: necesita soltar su resistencia a aceptar la vida tal como es.
No es un gesto de resignación lo que necesita, es algo muy distinto a la resignación. La vida le está pidiendo plena aceptación, y eso no es algo negativo. La resignación tiene una connotación negativa, mientras que la aceptación es un acto positivo, que trae consigo el soltar. La palabra clave aquí es soltar.
Y aclaro: no se trata de soltar a esa persona que murió, olvidándola, por ejemplo: se trata de soltar “la ausencia” de esa persona fallecida. Soltar no el objeto de nuestro afecto, sino el hueco que ha dejado la falta del objeto amado.
La aceptación, entonces, como una manera de no caer en el apego a la carencia, a la “nada” que repentinamente se ha producido allí donde antes había “algo” o “alguien”.
Antes de terminar me gustaría dejar claro que ante un caso tan grave y trágico como el que Antonio está viviendo, no se trata de evitar la tristeza, el dolor, la rabia, la pena, la culpa, la frustración. Son emociones, justamente, indicadoras de que hemos vivido una pérdida muy grande. Por lo tanto, no tiene sentido plantearse pasar por eso “como si nada”, sin vivir esas emociones.
Bien al contrario, lo que a Antonio va a prepararlo para relanzarse hacia la vida es comprobar que es plenamente capaz de atravesar esas emociones. Sentir rabia, sentir tristeza, no significa no estar en paz.
Las emociones son un movimiento interno que se da en un contexto de paz. Es como una tormenta que se produce en un espacio donde “hay sitio” para la tormenta.
No es lógico pretender que una persona que ha perdido a un ser querido pase por eso sin sentir nada. Tal cosa sí que sería preocupante. Allí hay un proceso energético -un proceso de conciencia- que es necesario vivir. Y uno de los elementos más sanos es la aceptación porque permite, como expliqué antes, soltar la falta, la carencia, de modo que también quede habilitado el acceso a la memoria.
Es muy poco recomendable permanecer agarrados a algo que ya ha muerto. Soltarlo no significa traicionar el recuerdo de la persona que murió, no significa que a uno no le importa. Al contrario, se trata de aceptar que hay momentos de la vida en los que sufrimos la pérdida, en los que atravesamos la tristeza y el dolor. Atravesamos toda una serie de emociones que no son agradables, pero que hacen parte de la vida humana.
Por último, algo más respecto a la aceptación de la finitud.
La finitud, decíamos, es una limitación existencial. Pero cuando la aceptamos, la abrazamos, nos entregamos a ella, la finitud se convierte en un portal, en una puerta que se abre hacia una dimensión más amplia de la conciencia. Tal apertura es la que, precisamente, nos puede permitir acceder a la experiencia de la eternidad.
Sin abrazar la finitud nunca viviremos la experiencia de abrazar la eternidad.
Cuando perdemos a un ser querido es que más necesitamos encontrar paz; y esa paz llega, justamente, al realizar que el vínculo con la persona muerta es eterno, está en un plano que trasciende toda limitación, más allá de lo que empieza y termina. Pero para llegar a ese punto nos es preciso atravesar lo humano: las emociones que genera la perdida.