El rumor de la cascada vibraba en mi corazón: eco sagrado. 

Apoyé mi espalda en el tronco de un arce. 

¿Respondería algún Dios –con Su Presencia- al llamado del agua? 

La inmediata respuesta fue “Sí”: los Dioses llegaron antes de que yo, ciego y feliz, 

me dejara arrastrar por la siesta. 

Varios llegaron solos. Otros, en pequeños grupitos. 

Se sentaron, los Dioses, formando un círculo, en la orilla del río. 

Yo, desde mi arce, podía verlos y oírlos. 

La ceremonia arrancó con un canto que seguía los tonos del agua. 

¿En qué lengua cantaban…? 

Aunque -o porque- la ignoraba, el ritmo de las voces y del río me fue envolviendo. 

Sentí que –en mi pecho, en mi sangre- nacía, poco a poco, una danza. 

¿Cuánto tiempo estuvieron cantando? ¿Siglos? ¿Pocos minutos? 

Mi espalda -mientras yo recorría los paisajes invisibles del canto- seguía descansando contra la corteza del arce. 

Cuando Ellos silenciaron su himno abandoné mi escondrijo. Decepcionado por la insoportable perfección de los Dioses, regresé a mi casa, sediento de algo humano.