Nada más empezar la pandemia sufrí la infección por Coronavirus: he viajado, pues, hasta los confines de la vida. Me fue dada -como ya me había ocurrido alguna vez en mi juventud- la oportunidad de pisar el umbral de salida para, desde ahí, asomar la cabeza y volver a constatar –sumido en un éxtasis sereno y silencioso- lo que “no hay” del otro lado. 

He vuelto a encontrar, sin velos, la vulnerabilidad infinita que encarno. 

Ahora tengo en mis células la información de lo que significa ser un cuerpo vivo más, que viaja en una ambulancia anónima, conducida por dos chavales anónimos que me sacaron de mi cama con la delicadeza y la atención que –yo creía hasta entonces- sólo un hijo puede tener con su padre. 

Ese cuerpo vivo viajó sin saber en qué dirección iba ni a qué hospital era transportado, tal vez a morir. 

¿Qué más lejos de “ser alguien” se puede uno imaginar? 

Todo el atrezzo de mi personaje –mi casa, mi familia, mi trabajo, mis libros- había quedado flotando en el pasado, probablemente para siempre. 

La ambulancia avanzaba por las calles desiertas y espectrales de la ciudad confinada en el miedo, como un barco que se aleja por última vez de un puerto sumido en la eternidad del olvido. 

Allí, amarrado a la camilla –febril, anémico, asombrado- era imposible encontrar referencias que me ligaran de alguna manera al hombre de 67 años que, hasta hacía pocos minutos, yo creía ser. De modo que, cuando la ambulancia llegó al hospital, yo ya no era aquella persona ilusoria, aquel ilusorio personaje de ese relato de ficción titulado “mi biografía”. 

Ahora, en el hospital, no era nada, no era nadie. 

La fuerza de los hechos me había convertido -sin derecho a apelación alguna-, en “un caso de Coronavirus”, un caso más, un dato estadístico. Ni siquiera en un número: era un código de barras, una información indescifrable para los ojos o el cerebro humanos.

Toda la energía empleada durante décadas para hacer real en mí la ilusión de “ser yo”, parecía escurrirse por un sumidero de silencio infinito, en el que cualquier rastro de identidad estaba condenado a la disolución y el olvido, materias prima de la nada. 

Ahora sé –porque en el hospital me lo explicaron- que las hemorragias y la anemia que generan propician ese estado de “olvido de sí”, que es también un estado de profunda entrega, de pacífica y dulce rendición, sin mente.

Era “gracias” a esa carencia de vitalidad que, en tales circunstancias, ni siquiera encontraba en mí los más reconocibles rasgos de mi carácter, o los gestos más recalcitrantes de mi conducta habitual. No había impaciencia, ni indignación, ni crítica. No había enfado, ni miedo… 

Aquello que, en la sala de urgencias del hospital, habían dejado aparcado en una silla de ruedas, decididamente… “no era yo”. 

Era un cuerpo afiebrado más. 

Un caso más de “masculino en edad de riesgo”. 

Algo que tiritaba, helado de fiebre, bajo una manta que alguien había arrojado encima, al pasar.

Por suerte, para mí, quedaban vivos algunos sentidos (el gusto y el olfato no estaban). Veía aquel desfile colorido de las enfermeras, percibía sonidos, experimentaba frío, dolores… Eran piedras preciosas de, en ese momento, un valor incalculable. Sentirlos, experimentarlos, me ataban a algo conocido de la existencia, a algo que podía reconocer, recordar y -así, a través de ellos- reconocerme vagamente, recordarme. 

En muchos momentos noto, todavía, mi resistencia a aceptar la vida tal cual es. Lo noto en mi estado de ánimo. Conozco eso; por experiencia sé que si no me siento fluir con la vida, si no logro experimentar la plenitud, la paz interior, la alegría de reconocer y realizar el milagro de estar vivo… es porque, sin darme cuenta, me estoy resistiendo a aceptar algo. 

Porque lo sé, es porque me digo: necesito volver a encontrar en mí el “sí”, la aceptación a lo que es, tal como es. Y lo primero que toca aceptar, está visto, es el hecho de ser “uno más”, lo cual significa aceptarse como “no especial”: un buen golpe en la línea de flotación de la Importancia Personal. 

Aceptar, entonces, implica aceptar también que sin engaño, sin ilusión, sin la danza de Maya… la experiencia humana es imposible. 

Aceptarlo todo implica aceptar el doble discurso, inevitable, de vivir instalado en el “como si”, aunque se sepa que se trata sólo de una pirueta de la mente, ejecutada para hacer de la existencia algo viable, posible, en el tiempo que nos ha sido dado. 

Se trata de aceptar “saber” y, simultáneamente, aceptar vivir “como si” se ignorara. 

En términos shakespereanos, aceptarlo todo incluye aceptar que la vida es teatro, y reconocer que toda la fuerza del teatro reside en que se inspira de la vida, ese otro teatro. 

Aceptarlo todo es aceptar que lo que llamamos mentira es verdad. Y que, lo que llamamos verdad, es mentira. 

Por eso, aceptar es siempre “aceptarlo todo”, aceptando -sobre todo y especialmente- lo inaceptable. 

La práctica de la aceptación consiste fundamentalmente en… aceptar lo inaceptable. Cada vez que nos rendimos y aceptamos lo que nuestra mente considera inaceptable, experimentamos un sentimiento de liberación. Nos liberamos, por un instante, de la tiranía de la mente. Liberamos nuestro Ser de su existencia en la dualidad, y le abrimos –gracias a la aceptación plena- la puerta que da acceso al amor. 

En el fondo, se trata siempre de aceptar nuestra propia humanidad. Que es como decir: aceptar los límites y deficiencias de nuestra propia condición de humanos. Para sobrevivir, hacemos “como si” esos límites no existieran. Como si morir, sentirse solo, saberse imperfecto y condicionado no estuviera en la médula misma de nuestra realidad de humanos. 

Mientras podemos sostener esa ficción, no hay problemas. Pero a veces la realidad se impone sobre nuestra ficción, nuestra defensa contra el horror existencial se muestra insuficiente, inútil. Es entonces cuando nos enfrentamos a lo que llamo “el horror de existir”, que experimentamos como angustia, vulnerabilidad y falta de sentido. Ahí, en ese momento, es cuando necesitamos con urgencia un ejercicio de “aceptación consciente”. 

¿En qué consiste? En mirar a los ojos a la muerte, y rendirse ante ella, aceptarla sin rechistar. Aceptar que somos un mortal más, y que tanto el punto inicial del camino como el punto final son parte de un mismo recorrido. 

Es esta rendición a la realidad de nuestro propio nacimiento y nuestra propia muerte, precisamente, quien nos abrirá la puerta hacia la experiencia de otra dimensión de nuestro Ser, en la que ya no hay principio ni final. Dimensión trascendente, divina, sagrada o como se la quiera llamar, que es también la única donde el humano puede conectarse con la fuente del sentido de la vida. 

El sentido de la vida no se puede derivar del hecho de estar sano o enfermo; no puede derivar de si los negocios van mejor o peor; tampoco de si alguien desea estar a mi lado o no… 

La aceptación, entonces, es sinónimo de contacto con la dimensión trascendente, de la misma manera que lo es la bendición, o la gratitud. 

Aceptar es aceptarse, y jamás nos aceptaremos desde la razón. En última instancia, para aceptar lo inaceptable por nuestra razón… requiere de otra dimensión que trascienda la disyuntiva entre sí y no. Aceptar es amarse, amar al humano que somos, sin condiciones, con todos sus límites, con todas sus carencias y defectos. Aceptar es, como la gratitud, una práctica, un camino que pasa por el corazón.  Es ese camino del corazón, del amor, el que nos proveerá de sentido, con indiferencia de lo que ocurra en el plano de la experiencia.