Cuando me infecté con Covid, empecé por decirle “no” a la fiebre. La rechacé. Me molestaba. No me gustaba la sensación física que me producía y, además, estaba enfadado porque esa fiebre iba en contra de mis planes. En mi agenda no había considerado la posibilidad de enfermarme y tener fiebre: su aparición era una contrariedad que me causó gran disgusto.

Después le dije “no” al dolor de cabeza, al dolor en las articulaciones y al malestar general en todo el cuerpo. Rechacé esos síntomas, procuré quitármelos de encima y seguir haciendo la vida de siempre. Ellos, puntuales, obstinados, cada pocas horas volvían a visitarme para que no los olvidara.

A eso le siguieron muchos otros “no”, muchos rechazos y enfados. Y es que los días pasaban y las cosas no sucedían como yo había previsto ni como yo deseaba: no pude seguir el confinamiento en la casa del pueblo, con su jardín maravilloso; me vi obligado a interrumpir mi trabajo; tuve que regresar a Barcelona, más cerca de los hospitales… 

Obstinados –como los síntomas- los médicos que consultaba por teléfono hacían todo lo posible por mantenerme alejado de cualquier hospital. Ellos también estaban en el “no”. 

Durante varios días jugamos en el mismo equipo, los médicos y yo, vestidos todos con la camiseta de la negación, más atentos a la consigna de no colapsar el sistema sanitario que a lo que pudiera experimentar mi organismo. 

Así -en secreto, no reconocidos- los síntomas se fueron agravando, sin que yo –ni los médicos- los consideráramos y reconociéramos en su verdadera dimensión. Hasta que, tal vez buscando un poco de atención, cuando se cumplían dos semanas de la enfermedad, el virus me dejó KO, en el suelo de la cocina. 

Recuerdo que, gracias al reconfortante frío de las baldosas en mi frente, recobré un poco de conciencia y pensé: “Se ve muy distinta, la cocina de casa, desde aquí. Parece otra cocina, otra casa…” 

De allí, a la ambulancia; al hospital; al aislamiento; al amor súbito e indiscriminado por las enfermeras que se sucedían, siempre la misma y siempre otra, siempre el mismo loco amor –ojos, sólo ojos, sólo ojos que pasan…-; al corazón que –pese al amor- se va helando en mi pecho;  a las transfusiones; a los sueños en los que abrazo a esa persona sin nombre, sin edad y sin rostro que ha donado su sangre para que el fuego de la vida regrese a mis venas… 

Parece que, ahora, la recuperación es muy lenta. Pero… no puede ser de otra manera, porque vuelvo de lejos. 

Sí, vengo de muchas semanas dominadas por la soledad, la incertidumbre, la tristeza, la enfermedad y el miedo. 

Semanas durante las cuales en mi interior –pese a la aceptación que yo creía estar nutriendo- pululaba el rechazo. Rechazaba a “las circunstancias de la vida” tal como se estaban presentando… rechazaba a la vida como era en ese instante.

¿Pero… dónde se encontraba, en qué forma de la vida estaba eso que rechazaba? Estaba, es obvio, allí donde la vida latía: la vida que yo mismo encarnaba. 

Estaba en mí.

Ahora, ya más repuesto, vuelvo a comprender -por enésima vez, pues lo he visto y comprendido y olvidado muchas veces- que “las circunstancias de la vida” no existen sino como experiencia interna de alguien, en este caso… yo. 

Y vuelvo a tomar conciencia de que -como siempre, porque no puede ser de otra manera- con mi rechazo a “las circunstancias de la vida” me estaba rechazando a mí, estaba diciendo “no” a mi propia experiencia, a mí mismo en cuanto encarnación y experiencia de la vida.

Sé, y olvido, y vuelvo a saber y vuelvo a olvidarlo: cada vez que, inconscientemente, rechazo algo de la vida tal como es, me rechazo, me daño, me dejo a la intemperie, desprotegido, sin amor.

Ahora, por eso -y como parte esencial de mi proceso de recuperación- no sólo tomo regularmente hierro y vitaminas: también me dedico a convocar y a movilizar en mí la energía del , de la aceptación plena. 

Pero… ¿aceptar qué? ¿Qué es lo que toca aceptar en circunstancias como esta, y que no se parezca en nada a “resignarse”? 

La respuesta es la de siempre: aceptar plenamente la vida, tal como es, de instante en instante, en mí. 

Decirme sí.