Muchas veces –como, por ejemplo, esta mañana- ocupo mi pequeño banco junto al Buda del jardín, y allí me quedo, para nada.
Noto, entonces, que poco a poco la piedra y yo caemos en un gran pozo de silencio.
Mi vínculo con la piedra es, en esos momentos, más íntimo y profundo.
Simplemente la piedra y yo estamos ahí en el jardín, juntos, intensamente… para nada.
En mañanas así no siento la necesidad de hablar, y se diría que, sin que nos hayamos puesto de acuerdo, la piedra comparte la misma saciedad de verbo.
Es como si todas las palabras hubieran desaparecido de mi mente.
Es como si, de pronto, ¡al fin!, me hubiera zafado del yugo del lenguaje y consiguiera ser yo mismo.
La súbita e inesperada libertad que experimento me hace sentir que, en ese instante, mi comunicación con la piedra alcanza el máximo de la intensidad alcanzable, y se transforma en comunión.
En tales momentos es tan amplio, tan vasto, tan profundo el silencio, que su espacio desbordante de luz me absorbe y me invita a extraviarme, a rendirme, a olvidarme.
Con la extinción de las palabras, desaparecen los nombres que diferencian a las cosas: todo regresa a su común origen innombrable.
Todo –la piedra, yo, los árboles, las flores, los pájaros, el pequeño Buda de madera que llegó de la India…- es, por obra y magia del silencio, en ese eterno instante, Uno.
Todo, sencillamente, es.
Para nada.
Hoy -antes de despedirme, porque debía ir a cortar el césped- le pregunté a la piedra:
“¿Cómo es posible que en este silencio infinito podamos, tú y yo, oír el canto de los pájaros…?”
“¡Ah… los pájaros…! Chispas aladas, que el viento arranca al fuego eterno”.