I

El niño dice no. 

Lo dice con todo su cuerpo. 

Lo dice con rabia. 

Lo escupe. 

El no de este niño está preñado de una energía densa, de una materia que parece sacada de bosques hundidos, de ciénagas en las que se pudren los cadáveres de varias civilizaciones. 

Cuando el “no” de este niño -hecho de algo letal, por su densidad- entra en los oídos de su madre, ella se hunde en la tierra, aplastada por el peso de la rabia del hijo, se hunde en el lodo, en el magma ígneo de la tierra, y sólo vuelve a la superficie ya convertida en ceniza. 

El niño, entonces, se arrodilla en el suelo y, con sus dedos de uñas sucias –de uñas sucias de ceniza – escribe otra vez, como ayer y anteayer, como desde el primer día, la palabra “mamá”. 

En la ceniza.

II

El niño se siente solo, triste, abandonado por su madre de ceniza y silencio. 

La llama con un grito: “¡Mamá!” 

Escribe -en el suelo, de rodillas, sus dedos de uñas sucias de ceniza escriben- un alarido de llamada: “¡Mamá!”. 

La furia que mana de sus huesos amasa en la ceniza, con la paciencia de las lágrimas, una nueva madre que es la misma, que mil veces sigue siendo la misma y que, otra vez, mil veces, para siempre, es ciega y sorda a su deseo. 

El niño, desesperado, vuelve a saborear esa venganza imaginaria que lo condena al exilio. 

A un exilio real. 

Vuelve a soñar que castiga a su madre. 

Escupe, en ese sueño, un “No” de fuego sobre ella. 

Entonces vuelve, también, a enterrarse en la tristeza, vuelve a flotar en un lago de sangre coagulada. 

La peonza de su corazón sin cuerpo gira -sigue girando- en un vacío de ceniza.

III

El niño, con el viento de su alarido, borra y dispersa en el desierto a esa madre de ceniza. 

Después, con su deseo -y pese a su deseo- la trae de vuelta hasta la forma. 

Así, una y otra vez, para volver a dispersarla, y volverla a encontrar. 

Así, una y otra vez, el niño despierta del mismo sueño repetido, hasta vaciarse de tristeza y de rabia. 

Sólo entonces -ya sin un “no” ni un “sí” en su esqueleto, ya vacío- puede llegar a verla como es. 

Su madre: seguramente eterna, seguramente ciega y muda, seguramente sólo distraída. Su madre, en todo caso, inaccesible a esa impotencia infantil que se sueña letal. 

Pero… ¿qué ve realmente el niño cuando, al fin -ya vacío de tristeza y de rabia- puede ver a su madre? 

Ve a una niña inexpresiva, solitaria, cautiva bajo el brillo de una campana de cristal.

IV

El niño abraza el frío de la campana. 

Un martillo de sangre, en su pecho, hace resonar el cristal. 

Vibra la prisión de la madre. 

El vaho del aliento del niño desdibuja a la madre cautiva, de mirada vacía. 

Cuando inspira, el niño, ella vuelve a estar. 

Así, una y otra vez, hasta que ella, la madre, ahora, lo ve, oye su palpitar, y se acerca al cristal. 

Abrazan, ambos, la misma transparencia. 

Casi se tocan, en intimidad imposible. 

Se miran –el niño ha conseguido que su madre lo mire- a través del cristal. 

Sus ojos narran, ahora, una historia a dos voces. 

En el silencio, esa historia se despliega, los incluye, los cuenta. 

Es una historia de familia, con raíces en el origen de todo lo contable. 

Es una historia sin comienzo. 

Es una historia sin final.